
En fin; estos son nuestros prejuicios.
Y si nos dan un minuto,
seguro que terminamos encontrando
un par de sinrazones más
con las que apuntalar nuestro mutuo rechazo.
Hace muchos siglos que lo decidimos:
que ni aire que de ti me venga;
que ni viento que de mí te vaya.
Entre nosotros bastan las apariencias:
tus mocasines de piel y borlas altaneras,
contra mis zapatillas de pasar desapercibido.
Los cocodrilos de tus jerséis
y la intensidad clorofílica de tus amenazas;
los tomates de mis calcetines
y la bravuconería blandida con mi mano izquierda.
Patéticos, ridículos, clasistas ambos.
Sé que llueve sobre mojado
en esta habitación de los desencuentros
sin puerta, ni techo, ni sillas, ni mesa…
Solo un cartel al lado de un ventanuco:
reservado el derecho de admisión.