Los niños de las caras

…dispuestos para boicotear con nuestras voces y nuestras risas cualquier entrevista radiofónica que se pretendiera, asomando las narices sin pedir permiso en todas las fotografías de los principales diarios españoles, e inutilizar metros de película de la televisión nacional y también de las extranjeras…

Breve reseña radiofónica acerca del libro:

Adelanto del capítulo 1:

 Han sido tres largos años de trabajo para conseguir dar forma a una historia que llevaba en mi cabeza toda la vida, teniendo en cuenta que, el 23 de agosto de 1971, cuando apareció aquella primera cara en el fogón de María Gómez Cámara, yo era un niño a punto de cumplir los seis años que vivía justo en la casa de enfrente.  

Los niños de las caras I: Un rostro que aparece y desaparece en un fogón. 

¿A qué niño le importan unas caras que salen en el suelo? 

El teléfono infartó los primeros días de septiembre, rotundo y negro desde la repisa del salón, con su horrísono timbreo de tañidos metálicos y el auricular pesado como una mancuerna, donde una voz afilada y menuda no dejaba lugar para la sorpresa, ni siquiera para la imaginación.  

Conferencia de Granada, del periódico Ideal. Preguntan por la casa donde han salío las caras… que si podían hablar con alguien de la familia… 

No cabía, porque no se concebía ni se daba. Tampoco se ofrecía otra posibilidad desde la centralita que no fuera aceptar todas las llamadas que se recibían de las redacciones de los periódicos o de la televisión. Y mi madre encogía los hombros y apretaba los labios con la misma desabrida avenencia con que daba su visto bueno a los bajos de un pantalón o consentía que escapáramos tras la cena dando patadas calle abajo a una inmensa pelota roja con topos negros. 

Vete donde el Obispo y que se acerque alguien al teléfono, que los llaman del periódico. 

Bajé la escalera a pata coja, zigzagueando entre los dibujos de la cenefa del terrazo. Uno, dos, tres saltos y un vistazo atrás; que nadie oyera mi cuchicheo entre el traqueteo de las baldosas que flojeaban en el rellano. No me gustaba que me sorprendieran con mi runrún, que luego no dijeran que tenía la cabeza llena de tebeos. Por eso me recomponía en un niño juicioso y sensato antes de llegar a la puerta; solo me quedaba ya cruzar la calle y avisar en casa de Juan, el Obispo

Atravesé el exiguo umbral, apenas un borde redondeado a mis pies, con la sensación de intruso y hasta de ladrón que daba entrar por aquella puerta, si no de par en par, al menos a medio entornar; dispuesta para ver y oír el bullicio infantil de los últimos días del verano, aunque todavía ajena al ir y venir de los curiosos. Pero ahora que lo pienso, todas las puertas de todas las casas de Bélmez de la Moraleda permanecían abiertas desde el alba hasta bien entrada la noche, bostezando pachorra y desidia, como unas vivalavirgen, entre refunfuños de goznes herrumbrosos y crujidos de maderas carcomidas.    

Llamé a María con la voz apocada y ñoña del gamusino que me musarañeaba por dentro, pero se la comió la oscuridad hambrienta del pasillo, donde el mundo había ensordecido bajo un adobe invisible hecho a partes iguales de cerumen y miedo. Mi voz parecía amortiguada, rebotando desde un lugar impreciso dentro de un mal sueño lleno de perros que apagaban la distorsión de sus ladridos contra el muro del vacío. Tomé aire y volví a llamarla, pero solo un balbuceo osciló azuleando lividez entre las sábanas temblorosas del tendedero. 

¿Quién es? —, contestó María asomando la cabeza desde el cuartucho de la pila, mientras el resto de ella –larguirucha, interminable- permanecía atada al hueco de la escalera por un ramal de esparto que anudaba en sus entrañas un ahogo renegrido y mohoso. 

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