12 de febrero de 2021.

Solo necesité tres millones de encuentros forzados —por cierto, siempre he disimulado muy mal— con sus respectivos discursos corregidos hasta la saciedad, aparte de ensayados una y otra vez, pero la ley de las probabilidades me daba un millón y otro millón de veces calabazas con su aplastante lógica matemática, hasta que, en una de aquellas ocasiones entre unos tantos millones de ellas, dije una palabra que lo cambió todo. Desde entonces, si las cosas se tuercen, suelo invocarla como si fuera un conjuro y, si no regresa la calma, al menos su sonido nos reconforta, como un «tranquilos, todo pasará».
Escribo esto mientras pienso en «la palabra», cuando, de pronto, una luz ha nacido en mitad de la noche, justo al doblar una curva en esta sinuosa carretera del demonio. Me voy acercando poco a poco hasta lo que parece un luminoso de neón, aunque sin conseguir descifrar de momento lo que en él dice. Hasta que no he llegado a ponerme a su altura, el centelleante resplandor del cartel no se ha dejado leer, mientras mis ojos se llenaban de intermitentes reflejos alternos: ahora rosas; ahora azules.