3 de enero de 2021

Ventilar la casa al menos, aunque siga invadiéndote la pereza con la sola idea de que después sería conveniente ordenar los trastos que has ido acumulando durante cincuenta y cinco años. Solo tirar el lastre que tanto cansancio te provoca al caminar y que vuelve errático tu paso; limpiarte ese barro seco de los zapatos de una vez por todas.
Tú lo haces en silencio, sin darte golpes de pecho, piensas que, para contrarrestar la falta de privacidad que voluntariamente elegiste al dedicarte a escribir. Porque sientes improcedente, tanto la ostentación de la alegría en público —esa autocomplacencia delante de todo el mundo me resulta vulgar y pornográfica—, como el —viene a decir una canción mía que jamás verá la luz— andar arrastrando la pena por las calles —aunque no siempre podamos ocultar nuestra tristeza a los demás—.
Como le escribí a mi madre en la dedicatoria de «Los niños de las caras», esa trascendencia que revolotea, o que creo yo —pretencioso de mí— que revolotea en todo lo que escribo, es mi manera de rezar; es mi Jesús, etc, etc, etc…