7 enero de 2021

En buena lógica, a Einstein se le podría haber ocurrido decirlo también. Pero eso de la capacidad de impresionar que tiene el universo —tanto el exterior, por su belleza e infinidad; como el interior, por su casi infinita posibilidad moral— fue cosa del señor Kant.
La invocación de don Immanuel siempre me conducirá hasta el tórrido mes de junio de 1983, cuando preparaba mi prueba de acceso a la universidad. Durante aquellos días, mis convicciones se ulceraban con asombrosa facilidad, mientras los apuntes naufragaban definitivamente encima de la mesa. Y en especial los de Filosofía; no se lo conté a nadie, pero me atranqué con Kant, aunque más bien, lo que hice fue encarame con él.
La infelicidad que se había instalado en mí justo antes de la selectividad, no solo me impedía concentrarme en el estudio, sino que me arrastraba a divagar durante horas y horas acerca del valor que podía tener una victoria moral para alguien que en ese instante se consideraba el ser más desgraciado del planeta. Arrugado mil veces sobre el mismo refunfuño que me tenía metido para adentro y que me impedía gritar, me volví, si cabe, un tipo más huraño e irascible, mientras, de un lado al otro, en la penumbra de mi cuarto, me iba balanceando en escasas décimas de segundo; desde la euforia a la melancolía. Todavía no me explico cómo pude con los exámenes, cuando apenas era capaz de distinguirme a mí mismo en lo que era un reiterado doblez sobre mí mismo.