23 de diciembre de 2020.

Hasta cuando ya solo son un tocón donde posar el culo y contemplar el mundo a tu alrededor, los árboles tienen ese poder invocador de la memoria, incluso de la ensoñación. Podemos hasta equivocar su nombre, pero no su cometido. Como le ocurre a mi «árbol de Mágina», convertido en un personaje más de mi novela, pese a que en realidad no sea un falso castaño, sino un falso platanero —total, un árbol que finge ser otro—, para realizar la función que el autor —en este caso yo— le ha encomendado:
«Existe en Bélmez un árbol gordo y frondoso, un árbol guarida donde al caer la tarde regresan todos los pájaros de Sierra Mágina. Ese falso castaño que se erige frente al Ayuntamiento, bajo cuya sombra las gentes del pueblo cobijan a diario sus parlamentos sin hilo, sus conversaciones sin prisa, y que alguien plantó sin pedir permiso en protesta por los rosales que poco a poco habían ido desapareciendo, no solo de los jardines y de las fuentes, sino de todos los setos de las plazas y calles principales, incluso del Parque del Nacimiento, donde se encuentra la fuente matriz de la Moraleda, y a cuyo derredor fue proliferando esta población». —«Los niños de las caras», Juan Cano Pereira, editorial Sial Pigmalión, 2020—.