25 de octubre de 2020.

Fue en uno de aquellos conciertos primaverales de la Plaza del Potro. Ruibal no sólo se coló en la banda sonora de nuestro mutuo reino de convulsión y hormigas, sino que, una de sus canciones pasó a ser para nosotros —los dos únicos moradores de aquel lugar efímero e irreal— el himno del país de la desesperación; el himno de la tierra del amor terminal. Esa canción era Amada: una ‘romanza de desertores’, donde, en su huida, el guerrero le pide a la dama que le borre de su mente y de su cuerpo todo el horror y la muerte que dejó atrás; que se ate a él de manos y pies, para que no lo lleven de su lado y no regresar jamás al campo de batalla. El canto de un cobarde enamorado que me apropié sin cambiar un giro, sin quitar una coma; sin cuestionarme una sola palabra desde la primera vez que lo escuché.