25 de septiembre de 2020.

Yo ya sabía que, lejos del verano y de sus trabajos forzados, existían otros lugares donde vivir otra vida a elegir entre una infinidad de opciones — tantas como fuera capaz de imaginar— era posible. Y empecé a odiar aquel pueblo con su interminable y agotadora canícula. Soñaba con que llegara pronto el otoño, y con viajar hasta ciudades lejanas en autobuses movidos a pachas por mis deseos y la hojarasca. Ansiaba un invierno que tapara entre las mantas las marcas de mi cuello, de mis brazos, de mi cintura; que solo ella pudiera ver la herida del sol; que solo ella pudiera tocar su costra dura e impenetrable; que solo ella pudiera besar mi piel encallecida…
Yo ya lo sabía, porque, a finales de agosto, hubo señales que lo adelantaron. Aquella tormenta de verano con ojos azules, que perfumó mi piel de cuero y madera, no tenía recorrido alguno más allá de los primeros días de septiembre. Entonces, preparé mi maleta. Luego, al atardecer, oí un alboroto de golondrinas que poco a poco se tragó el verano.