1 de agosto de 2020

Aquella noche, en la oscuridad de la sala, algo explotó en nuestras mentes. Teníamos entonces apenas dieciséis años. Hacía poco más de un año que Javier y yo nos conocíamos y, desde el primer momento, la música de Pink Floyd formó parte de la banda sonora de nuestros recreos. Recuerdo que yo hiperventilaba mientras le contaba aquella sensación en la oscuridad de mi cuarto, haciendo sonar —una y otra vez en mi casete mono— la imitación del «Animals» que, un buen día, mi hermano y yo habíamos descubierto en el expositor de un bar del pueblo, camuflada entre las cintas de Emilio el Moro y Pepe da Rosa. Por su parte, Javier ya tenía en casa algún disco de ellos; no sé si el «Wish you were here» o «The dark side of the moon», aunque lo que más me impresionó entonces fue verlo tocar en su guitarra española, con una precisión casi milimétrica, el riff del «Wish you were here». Hasta la pegatina de Víctor Jara, que lucía entre la boca y el puente de la tapa de la guitarra, parecía celebrar sus progresos como solista.
Habíamos ido a ver «The wall», con Rosa y Mamen. Lo recuerdo muy bien; tan bien como la fulgurosa sonrisa de Mamen, mientras se le achinaban los ojos hasta el imposible y más allá. A la salida del cine, Javier, con esa desinhibición suya que tanto me fastidiaba a mí —tan retraído y tan de pueblo como todavía era—, se sentó en la acera, dándonos a entender hasta dónde le había impactado la visión de aquella película. No sé por qué, pero los demás nos sentimos empujados a acompañarlo. Entre todos completamos un círculo de alucinados por la magia de Alan Parker y PInk Floyd, mientras el resto de espectadores se las veía y se las deseaba para no pisarnos.