5 de julio de 2020
Todos en algún momento hemos perdido el control, o simplemente nos hemos dejado llevar por esa estúpida conclusión de que un grano de arena no hace la montaña. Pues no, porque un solo voto tiene la misma trascendencia que el resto de millones de votos que erigieron esa mole de estupidez que elevó a Trump hasta el púlpito de la Casa Blanca; porque tu botella, tu envase, forman parte de ese muro de plástico que ahoga el mar; porque tu inacción en un momento determinado, tu descuido, tu inconsecuencia contribuyeron al —llámalo si quieres— homicidio no premeditado de este mundo.
Pero ahí están esos majaderos al día siguiente, nada más salir de nuevo al mar, a la montaña, arrojándolo todo por la borda; despojados de mascarillas, mientras nos escupen al resto, bien su terraplanismo, bien sus conspiranoicas proclamas, con los ojos inyectados en sangre, segregando por las vías aéreas Dios sabe cuántos virus y cuánta estupidez.
Y mientras, su líder, cabeza bien alta y dura, como esculpida en la piedra de esa misma montaña de mierda desde la que nos mira, vocifera: «yo soy el hombre que vendió al mundo».
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