29 de junio de 2020

Fue la primera vez que la vi, o al menos, la primera que tengo consciencia de estar mirándola. Después supe que ella también se había fijado en mí; era imposible pasar desapercibido con esa manera de tocar la guitarra, aunque a fin de cuentas estamos aquí para aprender nuestra canción antes de que la muerte nos alcance.
El caso es que me convertí en un casual espectador de aquel baile para zombis con acné que, cada lunes por la tarde, oficiaba el psicólogo del instituto; una danza absurda en las que todos giraban por la habitación en una anarquía de pacotilla.
Si de verdad caminaban con los ojos cerrados, resultaba imposible que nadie se tropezara. Tal vez, solo ella los cerraba del todo. Y mientras los demás tanteaban proporciones y bultos con el gesto arrugado, en su cara azuleaban dos arañas venosas, merodeándole los párpados firmes y sellados. Era como si el gorro de Daniel Boone que lucía la invistiera de la invisibilidad, proporcionándole a su vez una inevitable desinhibición y un dibujo, un trazo, un hilillo de saliva que se le escapaba por las comisuras. Pero todo esto —pensaba yo— solo podía ocurrir si se tenía una especia de ceguera consentida.
Hoy, no sé por qué, la he recordado así; bailando su torpe danza de la desinhibición, mientras aguardaba el momento de dirigirme la palabra.