Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
5 de mayo de 2020

El abuelo era un intérprete más que aceptable de malagueñas: si estaba inspirado, se hacía las de Antonio Chacón, y hasta la granaína rematada con la media, que eso lo bordaba. La abuela, por su parte, aunque nunca se atrevió con los «fandangos mayores», decía los de Alosno con mucho gracejo. Estas revelaciones sobre la afición musical de mi familia las fui conociendo de boca de mi padre, mientras le daba a manivela del viejo gramófono familiar; aquellos 78 r.p.m. de pizarra que el abuelo había conservado como oro en paño fueron el gran descubrimiento de mi infancia. De entre todos los discos, que no faltaban los del maestro Chacón, aunque eran más numerosos los de Valderrama, la Niña de la Puebla o los del mismo Angelillo –el preferido de mi padre-, me fijé en un artista cuya voz ronca y quebrada, fea, se hacía notar entre el resto de una colección, donde predominaban los gorgoriteos preciosistas y las filigranas de canario. Esa voz era la de Manolo Caracol. Escuchar sus grabaciones me sumían en un éxtasis de sensaciones contradictorio. Sin saber por qué razón, aquel canto herido de quejumbre, como un llanto terrible, me producía, primero inquietud, para desembocar después en un desasosiego, una sensación áspera hasta entonces desconocida, sobre todo para un niño de ocho o diez años. Las letras de Caracol llenas de amores desesperados y no correspondidos me martilleaban la cabeza hasta casi provocar una metástasis en mi ánimo de niño ensimismado.