Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
2 de mayo de 2020

Hoy, mientras contemplo a los paseantes de este turno matutino que se estableció en el escel distribuido tras el farragoso discurso berlanguiano del presidente Sánchez —con el lío de fases, dudé por un momento si nuestro primer ministro estaba poseído por el espíritu de Rajoy o por el mismo Pepe Isbert, alcalde de Villar del Río—, he recordado mi primera vez con Madrid, nada más adentrarme en la tragaldabas boca del Metro, aquella mañana de octubre de 1993, con mi despiste provinciano y mi maleta a punto de descoyuntársele las composturas de tanta ilusión contenida como le había metido la noche anterior a mi viaje. Pues eso, que cateto de mí, me planté con todo el equipaje y mi plano-jeroglífico en la parte izquierda de las escaleras mecánicas. Diez segundos, tal vez menos duró mi osadía, hasta que un simpático paisano me trasladó de un codazo a la vez que vociferaba: —¡Ponte en la derecha imbécil, que estás estorbando!
Con esto quería ilustrar lo que compruebo que no se ha llevado de Madrid el confinamiento; y es ese respeto por guardar las colas, por caminar por la mano derecha en las aceras, y hasta por evitar que estas se saturen, bajándote a la calzada si es preciso. Eso no lo he visto, yo al menos, en ningún otro sitio de la geografía española.
De repente, me asalta un presentimiento. ¿Entonces, no hemos cambiado nada?… Sí, esta señal de quienes éramos es al menos buena… pero… ¿y si lo demás, también lo malo aún perdura?…
De pronto, recordé a esos otros madrileños que, tal día como hoy, un 2 de mayo de 1808, se levantaron como uno solo, improvisado y enfervorecido contra la invasión napoleónica; aquellos que se valieron de la sorpresa como virtud, aunque, al final del día, la mayor parte acabara, eso sí, en orden y enfilados, camino del paredón, allá por los jardines del Retiro.
Al final, tarde o temprano, yo pisaré las calles nuevamente y, como sé que haréis muchos de vosotros, también me detendré a llorar por los ausentes. De momento, solo espero que este «orden en el nuevo Orden» sea un buen augurio de urbanidad y humanidad, y no un presagio de sometimiento ciego. Confío en el viejo espíritu del pueblo madrileño.