Nueve: aleluya

Lo dijo Cohen en su «Hallelujah»; lo de aquel acorde secreto que tocó David y tanto agradó a su Señor. Y es que nunca hay que menospreciar a un rey confundido entre el amor y la lujuria. Pero lo mío es otra cosa; no hay cuartas, quintas ni finales en caídas menores. Yo solo quiero, al compás pausado del tiempo, justo en el momento anterior a que este llegue a su fin, lograr hacer la canción más sencilla del mundo. Será una canción que hable, por supuesto, de ti y de mí; y de la música; y, otra vez del tiempo: siempre atrapado en su rueda obsesiva y monótona, hasta que la muerte lo libere.
Te dejaste llevar por su aire de suicida, por su forma de hablar para nada contar, aunque toda la magia la ocultaba bien doblada en aquel papel: una canción a medio hacer.
Te dejaste llevar por sus artes escondidas: sigiloso al andar; pudoroso al mirar. Lo que no le impidió pedirte con descaro que bailaras las lentas con él: una canción a medio hacer.
Dime que nada se ha perdido, dime que aún guarda en su bolsillo una canción a medio hacer. Dime que mereció la pena todo ese silencio de arena y otros cien años por volver… aún…
Te agarraste a su piel como table salvadora de un naufragio en otra rutina y en otro querer. Preferiste su estrofa inconclusa a un estribillo malo; te quedaste con su baile torpe en la «Chica de ayer»:
«Un día cualquiera no sabes qué hora es. Te acuestas a mi lado sin saber por qué…»