Una simple moza que se dice por aquí

Relato incluido en la antología «Relatos en femenino» (Buük Editorial, 2020)

Foto de Rod Long en Unsplash

Entonces me pareció bello y hasta conmovedor vernos a todos sus hijos postizos portando hasta la iglesia el féretro con su cuerpo.  

—¡Cómo lo habrá disfrutado desde allá arriba! —, dijo la tía Mercedes tras el sepelio. Y por un momento, una inesperada e impía lágrima osciló dubitativa entre sus ojos. Porque ni su familia, ni mucho menos mis tías, tampoco mi madre; nadie la echará de menos. Nada más que nosotros, pero de una manera leve y mudable, con un sucinto escozor apenas telegrafiado desde el fondo de la memoria. Total, solo era la sirvienta de la casa: la moza que se dice por aquí. 

Cuando nacimos ya estaba allí, enorme y definitiva como su desproporcionada y enfermiza protección. Ya lo decía la abuela: «ni que los hubieras parido tú». Y ella le despachaba un medio mohín y un casi guiño con el ojo bueno, mientras pretendía escondernos del mundo bajo el bamboleo de sus faldas. Y es que no recuerdo mayor dicha que aquel trajín de niños entre las mollas de sus piernas, desde donde eludíamos los castigos y nos protegíamos de los abusones. Cuando estos la oían bramar tan corpulenta y torpe, huían despavoridos, dándose de empellones antes de que los alcanzara el mal de ojo de su pupila vacía y blanca. 

Fue el abuelo quien la trajo muchos años antes de que nosotros llegáramos, cuando en todos los rincones de la casa grande aún azuleaba el límpido frescor de la cal. La instalaron en el desván, en aquel cuartito que había entre el palomar y los trojes. Una pieza pequeña que apenas daba para una cama y un arcón, tal vez con doble fondo. Un lugar ideal para ocultar un pasado del que no le gustaba hablar. Mucho menos del funesto incidente que la había dejado tuerta. Era como si lo hubiera borrado de su memoria; como si su ojo sano no viera aquel otro sin sustancia y vaciado de expresión que la había marcado de por vida. 

¡Cuánta gente vino al entierro! 

Mi madre lo contó alguna vez, que de joven tuvo algunos pretendientes, pero que a todos los espantó con ese mismo desabrido gesto con que daba por zanjada una conversación, siempre que ella presentía que no iba a ser de su agrado lo que le venían a contar.  

—Se puede usted ir marchando por el mismo camino que ha venido—, le disparaba al inconsciente de turno, antes incluso de que este alcanzara a decir esta boca es mía. Acto seguido, le daba la espalda con un trémulo vaivén de caderas que, por lo inesperado, solía dejarlo aturdido en el sitio y sin saber si ir para acá o para allá. 

—Pero ¿cómo que no vino nadie de la familia? 

Yo tenía cuatro, tal vez cinco años. Cada jueves sin falta la acompañaba hasta su antiguo barrio, para visitar a su ya muy anciana madre. Por muchos jueves por la tarde que esto se repitiera, nunca terminaba de acostumbrarme a la inquisitiva mirada de aquellas gentes, con sus bocas (no se sabía si torcidas o entreabiertas) en una mueca-mitad-asco-mitad-asombro ante la visión de la orgullosa criada, que venía a pavonearse hasta el cerro del arrabal con su niñito de la mano. Y yo, cada vez que atravesábamos aquella puerta verde, me cogía a ella más fuerte si cabía. Estaba convencido que la puerta daba a un mundo sombrío, muy alejado del que transcurría allá en la casa grande y blanca, donde se derramaba aquel olor redondo y blanco que escondía bajo su mandil y que terminaba envolviéndolo todo. Desde entonces no me fío de las puertas verdes. Nunca las cruzo, pues tengo la certeza de que tras ellas solo hay abismos, o así me parece, mientras un sabor fuerte a humo y fritanga se me pega al paladar y consigue que me ponga triste.  

Ahora, aquel gesto de llevarla a hombros me parece una solemne tontería y me avergüenza, aunque sé que a ella le hubiera encantado: todos sus hijos postizos ahí, a una, señoreando su cadáver ante las miradas boquiabiertas de quienes la ninguneaban en el barrio alto, y reivindicándola como propia ante los gestos torcidos e incrédulos de quienes la despreciaban en el arrabal. Ella que no era nada que no fuera pobre, analfabeta, gorda… ¡y encima tuerta! Una simple moza que se dice por aquí.     

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