2 de abril de 2021

Al principio, su presencia no le preocupó más allá de lo que le habría preocupado cualquier otro mendigo apostado a las puertas de su iglesia. Es más, se puso a calcular cuántos ocuparon ese mismo rincón —a la izquierda, nada más bajar la escalinata— antes que aquel pobre diablo. A lo largo de sus treinta y cinco años en la parroquia no serían menos de doscientos, aunque estaba seguro de que no superarían los trescientos. Claro que, la primera vez que se lo encontró allí, puede que porque iba pensando en el sermón de aquella tarde y no reparó en él, o por ese engaño al que nos somete nuestra mente con las cosas que damos por vistas, colocándonos la impresión de una imagen o una vivencia ocurrida tantas y tantas veces… pero el caso es que no reparó en que tenía una guitarra en sus manos. Tuvo que escucharlo tocar desde la sacristía para ser consciente —a la misma vez que se ceñía el alba con el cíngulo— de la amenaza que aquello suponía para su feligresía.
—Lo que me faltaba —se dijo para sí sin que lo oyera el sacristán— un iluminado con guitarra dispuesto a birlarme el cepillo.