8 de noviembre de 2020.

Siento un odio visceral por los trenes. Bastaron tres, cuatro malas experiencias —algunas de ellas demasiado seguidas para considerarlas casualidad—, así que, evito utilizar la maltrecha y maltratada línea férrea española. Puede que mi manía se deba a que, al contrario que a Sabina, estas malas pasadas ferroviarias me ocurrían siempre cuando viajaba desde el próspero norte a ese pueblo mío tan hermoso como oculto y encerrado sobre sí mismo.
Aquellos trenes de los años setenta y ochenta seguían siendo animales mitológicos que significaban la huida, la fuga, la aventura; y la vida, y la libertad. Pero nunca me depararon ni efímeros amores de una noche, ni me olvidaba de pagar el tique de mi consumición en ninguna estación. Es más, procuraba no apearme en las paradas; estaba convencido de que el mal fario siempre andaba cerca, enganchado en el vagón de cola.