Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
31 de mayo de 2020

Estamos acostumbrados a tu fortaleza como algo que te viniera de serie, como tu chasis de mujer grande. Puede que mi subconsciente me haya traicionado, creyendo eterno ese empuje con el que me pariste hace ya más de medio siglo; haciéndome olvidar que sigues siendo esa niña asmática y asustada que pasó su infancia en Baeza, en casa de los abuelos, para que la terrible humedad de aquella casa-molino junto al arroyo de la Moraleda no te llevara de una mala pulmonía. Y ahí estás, al pie del cañón, sin una queja, cuidando del hombre que un buen día llenó tu corazón y tu cabeza con aquel no se qué que el uno no sabía explicarle a la otra; ya sabes, ese aire zalamero pero gracioso que alguna vez me has reprochado por haberlo heredado de él.
Por eso cuesta tanto encontrar algo bueno en este eterno confinamiento lleno de desfases y normas dichas y desdichas en boletines oficiales que se suceden en una cascada de sucesivas contradicciones; por eso no sé explicar la sensación de impotencia que me produce no poder estar a vuestro lado en este momento de color azul como una ojera de mujer.