Stanley Martin Lieber, la persona que quería escribir la gran novela americana, frustrado por ello, terminaría mutando, como uno de sus personajes
“No tendría paciencia como novelista. Me sentaba siete horas y acababa el cómic ese día. Era el mayor placer. No me queda nada por hacer pero si me jubilara, solo querría escribir”
-STAN LEE-
Escribir obituarios. La historia de la literatura está llena de grandes escritores que empezaron en ello. Hacerlo para el Centro Nacional de Tuberculosis fue el primer trabajo de Stan Lee, pero no, eso no; no voy a escribir una esquela contando lo que tiene que agradecerle este iluso devorador de cómics al omnipoderoso editor-personaje de la Marvel, capaz de robarle protagonismo a su patrulla X – porque como diría él, ello siempre dependerá del guionista-. Cualquier periódico generalista de cualquier parte del planeta que leamos hoy, lo va a hacer muchísimo mejor que yo. Aunque de su biografía, me voy a quedar solo con la parte en la que Stanley Martin Lieber, la persona que quería escribir la gran novela americana, frustrado por ello, terminaría mutando, como uno de sus personajes, en el histrión creador de los superhéroes preferidos de unas cuantas generaciones de soñadores.
Algo cambió para siempre el día en que Spiderman entró en nuestras vidas, aunque, a cada cual de nosotros dos, le sedujo por motivos diferentes: a ti, hermano, tropezar con un tipo en mallas te llevó de inmediato a dibujar hasta la extenuación superhéroes enmascarados de tu invención, mientras que a mí me sedujo su personalidad atormentada por la dualidad, donde por un lado estaba el deber que ha de presidir la vida de todo héroe: su lucha contra el mal; mientras por otro, aparecía irremediablemente su debilidad humana, que lo empujaba hacia la búsqueda del amor, tal vez imposible e irrealizable.
- Paco Cano, gerente de Subterránea, metido en faena
Ahora que lo pienso, aquel primer encuentro con los cómics, me parece todo una revelación, un oráculo que la gran diosa Fantástica nos envió en forma de caseta de feria hasta un pueblo de la España profunda de principios de los setenta, llena hasta las trancas de tebeos a saldo. Jamás he vuelto a ver una caseta parecida; era como si -salvando las distancias- delante de nuestras narices de niños de pueblo de 8 y 10 años respectivamente, se hubiera celebrado una comic con a la par que las primeras de San Diego. Aquel día, aparte de los héroes de la Marvel, cayeron en nuestras manos números atrasados de El Jabato y de El Capitán Trueno, Fantomas y unos cuantos extras de TBO, entre los que me quedo con un monográfico del gran dibujante catalán Josep Coll, cuyas tiras devoré con tanta avidez, que todavía hoy, cuando me distraigo dibujando caricaturas, siguen teniendo ese «toque Coll» en los perfiles y en las narices, como de pillería y posguerra española.
Aquella primera vez fue tan determinante en nuestras vidas, que aunque mi hermano Paco no terminara siendo dibujante -y que conste que no lo hacía nada mal-, se convirtió con los años en una eminencia en el tema, hasta el punto de ser capaz de encontrar uno, dos, y hasta tres cómics o novelas gráficas ideales para cada persona, aunque no los conozca de nada; le bastan treinta segundos de charla y observación para hacerlo, pues ese es su quehacer diario en Subterránea Cómics y Discos, tienda que regenta en la capital granadina. Él encontró en las cuatro paredes de su pequeña pero maravillosa tienda, esa paciencia que hay que tener cuando buscas el milagro del equilibrio entre el superhéroe y el humano, mientras que yo -y aunque me conformaría con una novela pequeñita pero llena de verdad y buen oficio-, ahí ando aún, buscando la redención de mi sueño.