14 de septiembre de 2020.

Un día me armé de valor, gracias a que, unas semanas antes, se me ofreció la oportunidad de colarme en su paisaje. Como siempre, la música fue el pretexto idóneo para llamar su atención; y aunque habíamos estado allí, siempre cerca, apenas sabíamos el uno del otro. Nunca habíamos hablado, hasta la noche en que estuvimos pasándonos la guitarra como quienes se fuman un cigarro a pachas.
A los pocos días, la saqué a bailar, pero ella, muy educada, me dijo que no podíamos hacerlo, porque acababa de decirle que no a un chico del pueblo de al lado, y eso iba a estar muy feo.
—Pero yo soy de aquí, como tú… así que, si nos ve bailando debería entenderlo —. Le dije aquella estupidez no sé si por los nervios o porque no se me ocurría otra excusa mejor.
—Otro día bailamos, de verdad. No me pongas en un compromiso.
Le tomé la palabra, por supuesto y, a la siguiente vez, allí que estaba yo; el primero para sacarla a bailar. Y nos susurramos al oído palabras que escuchamos el uno de la boca del otro por primera vez.