9 de julio de 2020

Nos conocimos en la primavera del 83, durante un viaje con el instituto, como le ocurría a muchos adolescentes de provincias. De aquel primer encuentro siempre han permanecido en mí sus calles sucias, el scalextric de Atocha y la inmensidad del Prado. Y poco más, porque Javier y yo habíamos ligado en Toledo con unas chicas de Valladolid la noche de antes, y para allá que nos regresamos antes que el resto de la comitiva. Mejor me hubiera quedado en Madrid.
Pero Madrid y yo teníamos una cita ineludible con el destino y regresé, esta vez para quedarme, diez años después. Aún cubría sus calles esa pátina de óxido y suciedad de la primera vez y, aunque el scalextric de Atocha tenía las horas contadas, todavía disfruté de esa sensación de altibajos, de nudo absurdo, durante un par de años. Por otra parte, conforme fui conociendo Madrid, el Prado se me fue encogiendo, como mi sentido de las proporciones, a la vez que se me hacía más imprescindible en mitad de este páramo del diablo.