8 de julio de 2020

Daba igual lo trillados que estuvieran, el número que fueran, pero siempre me apretaban los zapatos. Me los quitaba y los revisaba una y otra vez, pasando concienzudamente las yemas de los dedos por su interior, y nada de nada. Me los volvía a calzar, y ahí seguía esa sensación intermitente, como si el corazón se me bajara a la planta de los pies. Era evidente, luego habría que hacerlo oficial. Tendría que dejarme de esos remilgos de pequeño burgués adquiridos en casa, esas aparentes insignificancias para otros, como lo de usar el cuchillo con la izquierda —¿dónde aprendería yo a utilizar los cubiertos?—. Había llegado la hora de parecer valiente, de aparentar ser un temerario calavera, y descalzarse al fin para ser uno de esos hijos de la carretera; uno de esos amigos del viento que pregonabas en tu canción. Seguro que lo que te queda de hígado da para un par de vueltas por esos mundos, antes de echarte a un lado. Ya lo verás: una vez que tu corazón logre escapar de tus pies, todo vendrá rodado; es un pálpito que tengo.