Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
19 de abril de 2020
Hace muchos años, escribí una canción que nunca ha sonado más allá de las cuatro pareces de mi casa. Si soy sincero, solo salvaría de ella un par de frases que me valieran, si acaso, para rehacerla por completo. Sin embargo, sí que me quedaría con su enigmático título para escribir algo nuevo, ¿o tal vez no tanto?…
Aquella chapucilla se llamaba «el ruido de tu silencio», y aún hoy tengo esa sensación de estar desvelando un secreto, una contraseña al escribirlo. Es ese runrún interior que me acompaña desde la infancia. Un ruido ensordecedor que solo yo escucho y que a duras penas logro traducir en mis escritos. De ahí, querida Soco, —y te tomo literalmente la palabra— estas curiosas radiografías emocionales, estos ajustes de cuentas con lo invisible; de ahí, querida Reina, esta condena a melancolía perpetua no revisable, esta inutilidad mía para la alegría; de ahí, mi amada Amparo, este niño grande removiendo toda la gama de grises de los recuerdos y que, reconozco, casi siempre me decante por los desagradables, porque son los que se nos agarran más fuerte, cosidos por una doble costura: tristeza de ida, vergüenza de vuelta.
Pero, ¿quién sabe? Tal vez después de una trilogía del ruido o de una sinfonía del silencio, la niebla se disipe y surja al fin la luz.
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