5 de octubre de 2020.

No iba muy descaminada cuando me empujó -o me arrojó, que no es lo mismo, pero es igual- hacia la luz. Yo no era consciente de vivir en lo que parecía ser una caverna, una especie de cripta, movido por esa manía de andar buscando el regreso al paraíso de donde fuimos expulsados: el mismísimo cielo uterino.
Claro que, aquel lugar maloliente a mí mismo hasta la arcada, nada tenía que ver con la gloria, con la madre. Me encerraba allí, en una nave con armazón de viejo galeón, rebuscando mi melodía entre los aperos de labranza esparcidos por todos sus rincones, con esas maneras tan ordenadamente descuidadas que nos gastamos en casa. Confieso que, más de una vez, el eco contra las azadas herrumbrosas y los fardos polvorientos me devolvió una estrofa melancólica, y hasta un estribillo apresurado que he guardado en mi memoria sin haberlo cantado jamás.