29 de agosto de 2020

Una herramienta primordial de la memoria, capaz de funcionar incluso cuando la memoria ya no está —así parece deducirse de diversos estudios científicos—. Yo no concibo la literatura sin la música, hasta el punto de ser capaz de establecer una banda sonora para cada uno de los pasajes de lo que escribo. En realidad, he de ir más allá, pues lo que no concibo es la vida sin música; hasta el silencio tiene un sonido aterrador a nada.
En uno de los pies de página de «Los niños de las caras» he introducido un enlace a una lista de Spotify en la que desgrano su banda sonora. En ella se encuentran canciones escuchadas en el Musical Express de las Dos de TVE, cuando por fin la segunda cadena logró atravesar las dificultades orográficas de la Sierra Mágina; o canciones cuyo descubrimiento supusieron toda una revelación para aquel niño curioso que, desde la oscuridad de su cuarto, las iba destripando en cintas de casetes no originales, adquiridas tras recorrerse todos los expositores de bares y gasolineras de los alrededores del pueblo, a finales de los años setenta. Otras canciones, duermen entre los vinilos llegados a casa contra reembolso, única manera entonces de conseguir discos que teníamos los chicos de pueblo, adoradores como éramos del catálogo de Discoplay; la tienda madrileña que más hizo por la cultura musical de la juventud de provincias en los años ochenta. Pero están, además, todas esas canciones que de una u otra manera se refieren a Bélmez o a sus caras, una vez que el pueblo dejó de ser patrimonio nuestro para constituirse en un hecho más de la cultura pop, de la cultura popular de este país, incluso mundial. Varios han sido los grupos en España, Alemania o Estados Unidos, que tomaron por nombre el de «Bélmez».
Este es el enlace para el que quiera echarle una escucha:
https://open.spotify.com/playlist/7bd1NhhqcjbQCu5qZ5InPQ?si=bIjfeyEoRoqfuKWfy5PodA