«En algún punto, tienes que parar de correr, girarte y encararte a lo que sea que te quiere muerta. Lo difícil es encontrar el coraje para hacerlo»
-Katniss Everdeen, «Los Juegos del hambre»-
Yo nunca fui un niño. Mi lado infantil se lo tragó un viejo tristón y pesimista que me impedía socializar fluidamente con los demás niños. Sin embargo, esta minusvalía relacional me proporcionó diferentes muletas con las que sortear mi tara: inventiva, imaginación y amigos imaginarios a punta pala.
Sin lugar a dudas, de aquellos amigos que imaginaba para jugar, para soñar, para inventar, saldrían unos cuantos héroes, pero sobre todo, a pesar de pertenecer yo «a otra generación» nada concienciada con la igualdad de género, heroínas capaces de protagonizar con solvencia una distopía o antiutopía.
Sin embargo, llegaríamos algo tarde a los cambiantes gustos juveniles, o todo lo contrario, pues afinando, serían los young millennials quienes parecen alejarse de la predilección por las metáforas apocalípticas que tanto pirraban a los hoy treintañeros old millennials, pero eso sería meternos en la camisa de once varas de la Sociología moderna, lo cual resultaría demasiado pretencioso por mi parte.

Si nos paramos un poco en la historia del género, descubrimos que se trata de un «guadiana literario» cuyo manantial productivo emerge abundante en épocas oscuras de la historia, como reacción a la proliferación de los regímenes opresivos y autoritarios –«Un mundo feliz», «Fahrenheit 451», «1984»-. No en vano, la primera publicación al respecto, la novela «Nosotros» escrita en los años 20 del pasado siglo por el bolchevique Yevgeny Zamyatin, parece avanzar lo que terminaría por ser la Unión Soviética. Y lo que el autor concibió en su imaginación, aquel mundo utópico de paredes de cristal para facilitar la vigilancia de todos los ciudadanos, terminó cayéndole encima como una losa pesada y distópica que sufrir en carne propia como preso de una cárcel estalinista. Sin embargo, con la llegada del Estado del bienestar, el género desapareció de la faz de las novedades literarias, hasta su última resurrección de manos de Suzanne Collins y su trilogía «Los juegos del Hambre», cuyo libro primero -año 2008-, fue acogido como biblia por una juventud huérfana del Estado providencia y desencantada con la sociedad actual, cuyo horizonte se vislumbra tan oscuro y tan postapocalíptico como el de Panem y sus doce distritos.
Hasta el siempre oportuno u oportunista Juan Soto Ivars, tiene ya en el mercado su propia distopía sobre España –«Crímenes del futuro»-,
donde, en el Madrid del futuro, luce una placa con el nombre de una calle llamada Presidente Aznar, que nada bueno puede presagiar.
Las distopías modernas son, efectivamente, la ficción de los tiempos de crisis, y sus autores parecen abrir con ellas una ventana a la esperanza de que las nuevas generaciones -sus lectores- conducirán esta sociedad tan aturdida como convulsa hacia un futuro prometedor, eso sí, siempre de mano de una mujer o de las mujeres en plural.