de Enrique Gracia Trinidad (Colección enCadena, Detorres Editores, 2022)

Dices, Enrique Gracia Trinidad (Madrid, 1950), que es peligroso hablar sobre uno mismo. Puede que tanto o más que dejarse algo para ese después en el que ya no seremos, como nos viene a sugerir el título de tu último libro: Nada para después, (Colección enCadena, Detorres Editores, 2022).
Confieso que esta es mi primera vez con un poemario completo tuyo, empujado por ese contentamiento en el sentido bíblico de la palabra —del cual, como antiguo seminarista, eres buen conocedor— que puede llegar a producir escucharte recitar alguno de tus poemas. Tu voz profunda y experta —no en vano, entre otras muchas facetas, has trabajado en doblaje, e incluso impartes clases de teatro de voz— y tu palabra —la más sencilla de las armas posibles al alcance de todos, y por ende todo un peligro en boca de «quienes creen que hacen poesía», como dirías tú— bastaron para crearme insatisfacción por no seguir escuchándote, desasosiego por no comenzar a leerte y una necesidad perentoria por adentrarme en la provocación de tu arte. Precisamente por ello, porque la poesía nació para ser escuchada, pero sin estridencias declamatorias; o quién sabe si porque en este caso concreto eres consciente de esa misteriosa atracción que desprende tu voz, en este libro, mediante un teléfono móvil y los códigos QR que hay colocados al lado de cada poema, podemos ser partícipes de ambas posibilidades.
Te postulas de forma categórica por una naturaleza, no solo interior, sino además exterior de la poesía. Porque los poetas no estáis en las nubes. Solo miráis las cosas —de dentro y de fuera— con una mirada diferente, consciente de una utilidad aún por descubrir. Los poetas servís para lo mismo que TODOS los demás, y vuestras acciones se asemejan a las de cualquiera. Resistís al paso del tiempo, arrepentidos casi siempre de lo hecho, pero, sobre todo, de lo omitido, aunque perdonándoos a vosotros mismos: todos arena solitaria, polvo, / todos vacío, ausencia, despedida.
También como todos, los poetas bregáis con la incertidumbre, con la enfermedad, con la desolación, y con la fatiga y el desaliento que estas generan. Aunque vuestra estrategia sea diferente, porque, claro, vosotros escribís versos en los que descansar esa mirada diferente con la que nos descubrís, como todo el mundo debiera saber, que los olivos hablan con el polvo… y que el ciprés recuerda y el naranjo canta.
No cabe duda, estimado Enrique, que vivir consiste en «sacar provecho de tan poco», ahora que nos recuerdas que solo estamos seguros de no ser más que minutos solitarios, un despojo de cobre y de respiración que nos acosa. De ahí, de lo efímero y de la inminencia del fin que nos acosa, fluye tu PERSONAL Y TRANSFERIBLE acometida de la vida convertida en poesía. Porque, sin pretender ser un poeta maldito —eso es asunto de franceses más que nada— lo neutral no te interesa. Y por eso escribes, escribes, escribes… desde ese tú más fuerte y audaz, y hasta libertario, que tal vez añore al joven e inconsciente que imprimía «letras clandestinas» en el seminario de Alcalá de Henares con una de aquellas «vietnamitas» que tanta tinta dispararon contra el franquismo. Y te pones impertinente, y te arriesgas en las palabras ante la duda: esa hermosa mirada de algún niño tan lejana como su fantasía. Y escribes de más, no te cabe la menor duda, por lo que decides cerrar de golpe tan loca presunción / y dedicar la vida a otros asuntos / más rentables y menos importantes.

Es cierto, como bien dices: en la poesía y en la literatura en general, quien no es hijo de nadie es un hijo de puta. Y tú, ante todo, te sientes hijo literario de León Felipe en su Antología rota y de Walt Whitman y su Canto a mí mismo. Pero también te empapaste de Pessoa, de Vallejo, de Tagore, de Juan Ramón, de Ángela Figuera, de Gil de Viedma, de Odysséas Elýtis… y de Quevedo, de Lope de Vega, del antiguo romancero español… De tanta poesía que te hace estar más contento por lo leído que por lo escrito, y que apuntala esta tu RAZÓN DE ESCRIBIR, este exilio que es el arte que le leíste a Delmore Schwartz y que te hace sentir este consuelo tan desconsolado… Este saber y no saber estar / como el juguete roto y confundido / en el patio de atrás de la existencia, que ya se adivinaba en aquel tú de veintidós años que empezó a frecuentar a José Hierro, a Rafael Morales, a Leopoldo de Luis, a Rafael Montesinos, a Concha Zardoya, a Salustiano Masó… Tantos poetas conocidos y frecuentados con quienes descubriste que la poesía, como la cerveza, si no tiene un poco de espuma parece gris.
En resumen, estimado Enrique, leerte —como a ti escribir— también me ha supuesto una hermosa y cruel contradicción por eso de que cuando un poeta cuenta una mentira parece que es verdad… Cuando un poeta cuenta la verdad parece una mentira.