Doce: hágase la luz

Un día, el hombre comprendió que aquel lugar donde vivía solo era una ínfima, una microscópica mota de polvo en un rincón olvidado del universo. Antes ya le había llevado siglos aceptar el heliocentrismo, la visión copernicana de su mundo, aunque el peso de su propio ego seguía empeñado en transgredir las leyes de la gravedad: nosotros —no recuerdo, si hijos de Adán o de Abel—, seguíamos jugando a ser inmortales —una nueva infracción de lo irremediable—, cuando lo más acertado hubiera sido poner la mente en blanco, mientras, desde el centro de nuestro minúsculo chiringuito, el sol nos dibuja esa mueca de estulticia de quienes todo lo tienen, porque nada esperan.