19 de febrero de 2021.
Admiro a la gente descarada, pero no hablo de caraduras y farsantes varios, sino de los verdaderos valientes: los que se atreven a nadar río arriba; los que nos descubren imposibles y maravillosos caminos para el resto de los mortales. Definitivamente, o están locos o, simplemente, son unos genios —aunque sean incomprendidos, tanto los unos como los otros—.
Me centraré en los genios —la mayoría locos también—. Porque, aunque lo pueda parecer a los ojos del resto de los mortales, esa obra, esa delicia que contemplamos como resultado final no es fruto de un acto espontáneo y de la casualidad, sino el final, el desenlace, la conclusión de un viaje a contracorriente —pues adentrarse en las oscuridades del alma, aunque sea la propia, no es precisamente de las actividades que más pueda apetecerle a un individuo—.
Es una manera de renombrarse, de reinventarse el individuo a sí mismo, cuando logra despojarse de todo el peso de la historia, de toda la farfolla de la educación, de todo lo que ata y es imposición. Y solo después de toda esta extenuante odisea, nosotros, la multitud, somos llamados a contemplar la maravillosa desnudez del genio.