29 de noviembre de 2020.
(O enésimo apunte sobre el juglar de discoteca que un día quise ser): Como músico y como intérprete era manifiestamente mejorable. Eso sí, ideé un sistema infalible con el que torturar a mis vecinos, y de paso creí haber inventado el efecto «reverb de escalera». Siempre que me disponía a cantar, lo hacía en la escalera de casa, cuya disposición arquitectónica devolvía mi aún titubeante voz adolescente amplificada por un ligero eco que a mí me parecía la caña.
Años más tarde, viendo un programa de la Dos sobre The Beatles, supe que en los estudios de grabación de Abbey Road existían las llamadas «cámaras de eco», que se empleaban precisamente para conseguir ese efecto de reverberación: fenómeno acústico de reflexión que se produce en un recinto, cuando un frente de onda o campo directo incide contra las paredes, suelo y techo del mismo. Entonces, en aquel preciso momento, delante de la televisión, sufrí una inesperada descarga adrenalínica en la que vinieron a confluir el recuerdo de mis conciertos-paliza en la escalera, con la vez que lloré por la alegría —o tal vez era euforia— que me produjo escuchar por primera vez la música de un grupo que más tarde supe que se llamaban The Beatles.