6 de noviembre de 2020.

—Tú, yo… todos estábamos perdidos; era el tiempo de los perdidos.
Me sonreí por escuchar de nuevo su voz al ralentí, mientras su cabeza iba —como siempre— siete jugadas por delante. Esa era la velocidad de crucero de su mente prodigiosa: siete jugadas por delante de mí. Igual que devoraba libros, devoraba su vida y a todo el que se le acercaba. Nadie notaba aquella impaciencia, casi incontinencia; la misma inquietud ansiosa que no la dejaba parar desde pequeña. Nadie, salvo los canes o las criaturas simples. Pero entonces yo no sabía por qué los perros del barrio se echaban a ladrar al verla llegar por el camino junto a la tapia.