22 de octubre de 2020.

Estableciendo un paralelismo con Pink Floyd, Javier era y es muy Gilmour, mientras que a mí se me podía poner, al menos entonces, de la parte de Waters; sobre todo al principio, cuando el único que componía era yo. Para colmo, como no teníamos un Syd Barrett que completara el trío de los líos, nos terminamos buscando a alguien que pudiera interpretarlo para darnos vidilla.
Aunque nos conocíamos desde el primer día de clase, en aquel 1B1 que los dominicos llenaron de catetos de la Sierra Mágina jiennense, de las Alpujarras granadinas y almerienses y del Valle de los Pedroches cordobés, durante los dos primeros cursos, Jose Miguel y yo solo habíamos mantenido una breve relación contractual.
—Son veinte duros por dibujo.
—A mí, si me buscas para el artístico, fenomenal, pero el técnico… eso ya es otro cantar que no domino —me justificaba entonces con él, antes de que cerráramos el trato.
Con toda probabilidad, Jose Miguel era el tipo más capacitado de mi promoción —por encima de Antonio Toledo, quien nunca llegó a entender los mecanismos del discurrir filosófico—. Además, era un tipo con sensibilidad artística, a pesar de esas competiciones culturistas que se marcaba con Mauri, y que me tenían un poco descolocado.
En Tocón, que es como se llama su pueblo, no había librería, pero en su estanco lo mismo te comprabas una cajetilla de Ducados que «Ojos de perro azul». Y por ahí, por García Márquez, empezó nuestra amistad. Luego, una buena tarde, dejó de enseñarme sus enormes bíceps de vendimiador, y me mostró su más preciado secreto: una libreta plagada de poemas, con aquellas rosas sangrantes que dibujaba de manera compulsiva.