19 de septiembre de 2020.

Ese polvoriento verano de higueras y almendros, donde el agua se dejó de oír, lo llenó el sonido del timbre de tu bicicleta, rasgando el aire con su metal, cada vez que doblabas la esquina. Cuando lo escuchaba, me parapetaba en el balcón, resguardado por la penumbra de la sala, donde todo dormía la siesta menos yo: mesa, sillas, sofá… el Sagrado Corazón de Jesús presidiendo el silencio desde su peana…
Pasabas delante de casa dos, tres, incluso cuatro veces. Tocabas el timbre a la ida y a la vuelta, mientras alzabas la vista para ver aparecer detrás de las macetas mi tímido saludo.
Tú ya no lo recuerdas, pero la primera vez que se produjo el roce tembloroso y errático de mis labios contra los tuyos ocurrió en el patio del colegio, durante las fiestas, mientras el resplandor de los fuegos artificiales dibujaba destellos rojos y azulados sobre tu cara pálida y redonda.