26 de julio de 2020

Había una vez un intérprete de sueños; o eso creía ser él. Se pasaba los días y las noches analizando pesadillas, inquietudes, anhelos, frustraciones… todo lo que sentía, lo tamizaba con la ayuda de su pluma, transcribiéndolo luego al papel. Una vez descifradas y dispuestas dichas transcripciones conforme a un orden lógico, aunque elemental, colocaba sus escritos en un secadero de sueños y pesadillas que había ideado él mismo, para que terminaran de madurar. Es más, el poder verlos allí, expuestos, le ayudaba a decidirse; de modo que, a los que pasaban la criba, les daba publicidad, mientras que a las revelaciones confusas, imprecisas, no aptas, las arrojaba —más que alojarlas— en una carpeta que respondía al nombre de «limbo de los descartes». Para sorpresa de muchos, los sueños que él decidía conservar no eran precisamente los más placenteros; ni siquiera ofrecía las pesadillas más horribles: esas que tanto morbo pueden llegar a provocar en un momento entre individuos de mentes sofisticadas. Él se inclinaba más bien por esas otras inquietudes que a todos nos surgen de la soledad y el desasosiego; simples melancolías que poco o nada podían interesar al —digamos— gran público.En realidad, para él, no importaba qué pensaran los demás, cuando, una vez ordenados y dispuestos bajo el foco todos aquellos pedacitos de su yo, sentía al fin el alivio del agua dándole en la cara.