17 de julio de 2020

Nuestros viernes eran tan intensos, siempre a punto de explotar, más que de amor, de expectativas por encontrarlo, por conservarlo, por rozarlo al menos. Mi compañero de piso solía decir que los míos en concreto tenían a Gardel en su banda sonora, y puede que tuviera razón en parte, pues no nos escaseaba todavía la capacidad de asombro, mientras nos dirigíamos al centro con la mismita decisión que el «Garufa» de su tango. Los viernes eran una apuesta con red, nuestro campo de pruebas para intentar realizar piruetas imposibles, sabiendo que después vendría el sábado para hacer correcciones o afinar en los ajustes. Algunas veces la cagábamos tanto, que no había fin de semana suficiente donde poder ir a esconder la cabeza, pero cuando se es joven uno se cree con licencia para todo; también para ser estúpido.
Ahora que la vida se ha encargado de narcotizar aquella emoción de viernes, ahora que a simple vista se podría confundir con un lunes o un martes cualquiera, será cuestión de volver a estar enamorado de los viernes.