2 de julio de 2020

Kira auf der Heide en
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Veo la portada definitiva de «Los niños de las caras» —el libro de mi autoría que editorial Sial Pigmalión hará llegar en próximas fechas a su librería—, y lo hago escuchando su banda sonora —sí, este libro, como muchos otros, tiene su propia banda sonora—. Pienso entonces en aquel recreo entre los álamos del patio, y en la línea trazada con una rama que separó a los —digámoslo así— elegidos, de la hojarasca —o quienes terminaron enterrados bajo el montón de hojas que alfombraba aquel suelo arcilloso—. Tanto nuestros maestros —entonces investidos con verdadera auctoritas—, como nuestros progenitores —inalcanzables, ocupados siempre en otras cosas y despreocupados en el fondo de nuestra educación— eran los últimos responsables de quiénes quedarían a uno u otro lado, u oscilando como un péndulo en mitad de la raya: en un momento éramos más Giosué Orefice convencidos de que «la vida es bella»; al rato más Antoine Doinel dispuestos a vivir nuestros «400 golpes». Siempre, ángel y diablo al alimón, poniéndonos la cabeza como un bombo.