Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
27 de mayo de 2020

Miro su rotundidad numérica, confinada doblemente: una vez, por formar parte de mi propia reclusión, y otra, por serle impuesta además la estrechez del paréntesis que la contiene. Un setenta y cuatro, en mi cabeza de tinta violácea, desgastada, como si fuera un requerimiento oficial.
Setenta y cuatro requerimientos enviados fuera, a la inmensidad, que son el grito de un tarado a las sombras, a la nada; mis grises sobre el blanco que no parece que vayan a encontrar respuesta, aunque yo no pierda la «esperanza» —esa palabra que nunca es nombrada, salvo por los tontos ingenuos, y que al resto os provoca una risa nerviosa, incontrolable—. Comprobar que sigo siendo aquel niño solitario e iluminado, que sigo hablando solo por la calle, y que, aunque nunca he dejado de huir, estoy en el mismo lugar de mi partida, a mí me reconforta. Porque, como un día me dijo el poeta Halley: «Si las palabras se atraen, que se unan entre ellas, y a brillar, que son dos sílabas».