25 de junio de 2020

Apenas treinta segundos habían transcurrido de aquella clase magistral sobre el proceso constituyente español, cuando el aula quedó dividida para el resto del curso en tres sectores. Primero, los fachas, que se encontraban diseminados entre los empollones de las cinco primeras bancadas. Los «ni chicha ni limoná» en el centro de la sala, que era el sector mayoritario y poco o nada comprometido políticamente, donde practicaban torsiones los alumnos dotados de un buen juego de cuello, siempre dispuestos a no perderse una y quedar bien con las otras dos facciones. Por último, los rojillos del gallinero, hinchas forofos de aquel catedrático, entre los cuales se me podía encontrar un día y otro también, jaleando la parte social de la entonces novísima Constitución española.
De regresar ahora a aquellas clases de Derecho Político, pondría en tela de juicio —más bien lo mandaría directamente a la papelera— el Título II de nuestra carta magna, además de no tragarme las bondades que se le suponían a las constituciones del bloque soviético, en realidad puro papel mojado, pero seguiría defendiendo a muerte —o simplemente, a golpe de bronca y puro pataleo desde el gallinero— la poco desarrollada y muchas veces ninguneada herencia de la Constitución republicana del 31 en la Constitución del 78. Mientras, esos chicos de las primeras filas que pagarán sus aprobados a golpe del talonario de papá, seguirán sonriendo con ironía por nuestras ocurrencias de rojillos.