Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
17 de abril de 2020

El tiempo nos había olvidado bien lejos a los dos, a veintimuchos años de distancia: diecitantos de ellos transcurridos en el limbo de la nada, tras un primer lustro en continuo desencuentro. Allá, en aquel remoto e irreconocible pueblo cuyo nombre ya nunca pronunciamos y que, con tan solo recordarlo ahora, un leve resquemor se nos deshace entre los dedos, como un dolor antiguo que ha terminado por hacerse costumbre.
Ahora estamos suspendidos en un vórtice espaciotemporal; quietos en una ondulada e ingrávida depresión; respirando preguntas con los ojos cuyas respuestas tal vez se pierdan y no lleguen nunca a su destinatario, porque la ambigüedad de los gestos, o el automatismo de las muletillas que los anteceden, conseguirán que las palabras se diluyan en el prodigio de la extrañeza, al menos durante un escaso parpadeo. Solo se trata de eso: de un breve momento durante el cual llegarás a pensar que lo he conseguido. Así lo has presentido mientras te asomabas a la profundidad abisal de mis ojos color de fango, o como tú siempre dices: «color mierdagato». Y resulta que, en este momento preciso, estás sorprendida a la vez que maravillada por haber regresado de manera súbita, casi fortuita, ante el incierto precipicio de nuestras miradas.