Querido lector: las entradas que te has ido encontrando en mi blog bajo este título han sido fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. En vistas del buen resultado que le están dando a mi salud, tanto de cuerpo como de alma, las seguiré manteniendo. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
16 de junio de 2020
Siempre he sido un mindundi, así que, a la mínima que alguien me levantaba la mano, me achantaba cabizbajo y manso como el buey ante la doma. Me quitaba el sueño no atreverme siquiera a montar los puños aunque fuera en una vana e infructuosa defensa.
Con el tiempo y los golpes encajados, me di cuenta de que la cosa iba más de pose que de habilidad o de fuerza; que por lo general, quien plantaba sus puños frente a mí, tenía tanto miedo o más que yo. Así que, un buen día, imité su postura y empecé a hablar.
Anduvimos cinco eternos minutos, el uno frente al otro, dando vueltas en círculo. Mi oponente lanzaba amagos al aire en una danza absurda que pronto me dejó de inquietar. Por mi parte, yo esgrimía con serenidad mi arma recién estrenada: la dialéctica.
Le lancé mi tesis con un certero mazazo en el centro mismo de la razón. Él sacudió incrédulo la cabeza y respondió con un gruñido ininteligible y absurdo. En vistas de aquella reacción, decidí replicarme a mí mismo; como si me hubiera desdoblado y ahora yo fuera él. Pero no reaccionó: siguió dando grititos absurdos a la vez que lanzaba inconexas puñadas al aire, que ni siquiera guardaban un sentido estético o rítmico, y que me estaban haciendo reír por dentro. Así que, decidí lanzarme al ataque y noquearlo de una cortante y aguda síntesis que lo mandara a la lona con esa contundencia que solo un discurso bien armado de palabras precisas y certeras puede llegar a tener. Síntesis: k.o. en cinco minutos. Porque todos somos nada: sin las palabras, dime qué nos queda.
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