Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
1 de abril de 2020

Diez y media… once de la noche… por fin el sonido de la cerradura, que retumba en mi cabeza, como los resortes de una pistola cansada. Un arma oxidada, con asma, que tú descargas y después dejas en el mueble del recibidor, junto con el abrigo, el bolso, los zapatos… Un ritual mecanizado y más concienzudo ahora, si cabe.
Me saludas con la mano desde la distancia más cercana que las autoridades sanitarias recomiendan, mientras nos besamos con los ojos. —Hogar; este es el lugar. —Sí, este es ese lugar desde hace ya veinte años. ¿Recuerdas la primera noche?
Fue nuestro regalo de Reyes de aquel 5 de enero de 2000; poder dormir en nuestra casa, la que fuimos improvisando con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo.
Te pregunto luego por tu día, aún a sabiendas de que me contestarás con generalidades. Los detalles los quieres fuera de tu cabeza y de tu casa, aunque sé que tienes la impresión de que, a pesar de las cifras oficiales, el ritmo aún no baja. Pero ya estás aquí.
—Hogar, dulce hogar; el que improvisamos tú y yo.
Si pudiera elegir, me quedaría con aquel agujero profundo y caliente donde, hechos un ovillo, estuvimos justo antes de nacer, resguardados de todo esto.