Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
4 de junio de 2020

Mis padres, católicos convencidos y practicantes sin aspavientos, no solo tatuaron con tinta invisible en mi piel las palabras recogidas en el libro del Génesis, capítulo 2, versículo 15 —«Dios el Señor tomó al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara…»—, sino que lo hicieron acompañar de las prácticas correspondientes desde muy temprana edad. Como se puede deducir, llevo muchos años dándole vueltas a esto de que el trabajo dignifica; o, lo que es lo mismo, a que Dios creó al hombre para que trabajara. Y aunque mi agnosticismo no viniera motivado por cuestionarme dicha premisa, sí que contribuyó a que me cabreara un poquito más con Dios el desequilibrio que se dio entre lo trabajado y lo conseguido a cambio.
Claro que, si le damos una vuelta más a la cosa, poco o nada ha procurado la Humanidad preservar el jardín donde —lo siento— vivíamos; es decir: que la dirección de nuestros trabajos forzados ha ido siempre en un sentido errado, hasta el punto de que hemos estropeado el invento.
¡Ah, el hombre y su libre albedrío!… y la ambición de aquellos que lo quieren doblegar hacia sus particulares propósitos sin ofrecerle nada o casi nada a cambio. ¿Dónde está el versículo de la Biblia que establece estos salarios de miseria?