Querido lector: las entradas que te vas a encontrar en mi blog bajo este título son fruto de las reflexiones diarias que he ido escribiendo cada mañana durante el confinamiento en el muro de mi Facebook. Siempre las acompaño además de una canción que por lo general sirve —nunca mejor dicho— de pretexto a lo que escribo.
21 de marzo de 2020

Estos días dan para mucho y para nada; sobre todo, dan para el silencio y para los recuerdos que, como dice mi querida Soco, son «algo así como tratar de encajar en un puzle recién acabado una pieza de un puzle de distinto dibujo y personajes». Y así ha ocurrido, que en mi silencio me encontré con una de esas piezas que ya no sé dónde encaja; una pieza de puzle donde se dibuja un polvoriento verano de higueras y almendros; un verano donde apenas se escuchaba el murmullo del agua, y que llenó el sonido del timbre de aquella bicicleta, rasgando el aire con su metal cada vez que doblaba la esquina de mi casa. Entonces, cuando lo oía, me parapetaba en el balcón, resguardado por la penumbra de la sala de estar donde todo dormía la siesta menos yo: la mesa, las sillas, el sofá, el sagrado corazón de Jesús, presidiendo el silencio desde su peana, la perdiz disecada encima de la televisión… Todo en aquel sopor veraniego parecía dormitar al son del timbre de su bici.