Los niños de las caras

Capítulo Primero

Los niños de las caras (I):

Un rostro que aparece y desaparece en un fogón

¿A qué niño le importan unas caras que salen en el suelo? 

El teléfono infartó los primeros días de septiembre, rotundo y negro desde la repisa del salón, con su horrísono timbreo de tañidos metálicos y el auricular pesado como una mancuerna, donde una voz afilada y menuda no dejaba lugar para la sorpresa, ni siquiera para la imaginación.  

Conferencia de Granada, del periódico Ideal. Preguntan por la casa donde han salío las caras… que si podían hablar con alguien de la familia… 

No cabía, porque no se concebía ni se daba. Tampoco se ofrecía otra posibilidad desde la centralita que no fuera aceptar todas las llamadas que se recibían de las redacciones de los periódicos o de la televisión. Y mi madre encogía los hombros y apretaba los labios con la misma desabrida avenencia con que daba su visto bueno a los bajos de un pantalón o consentía que escapáramos tras la cena dando patadas calle abajo a una inmensa pelota roja con topos negros. 

—Vete donde el Obispo1 y que se acerque alguien al teléfono, que los llaman del periódico. 

Bajé la escalera a pata coja, zigzagueando entre los dibujos de la cenefa del terrazo. Uno, dos, tres saltos y un vistazo atrás; que nadie oyera mi cuchicheo entre el traqueteo de las baldosas que flojeaban en el rellano. No me gustaba que me sorprendieran con mi runrún, que luego no dijeran que tenía la cabeza llena de tebeos. Por eso me recomponía en un niño juicioso y sensato antes de llegar a la puerta; solo me quedaba ya cruzar la calle y avisar en casa de Juan, el Obispo

Atravesé el exiguo umbral, apenas un borde redondeado a mis pies, con la sensación de intruso y hasta de ladrón que daba entrar por aquella puerta, si no de par en par, al menos a medio entornar; dispuesta para ver y oír el bullicio infantil de los últimos días del verano, aunque todavía ajena al ir y venir de los curiosos. Pero ahora que lo pienso, todas las puertas de todas las casas de Bélmez de la Moraleda permanecían abiertas desde el alba hasta bien entrada la noche, bostezando pachorra y desidia, como unas vivalavirgen, entre refunfuños de goznes herrumbrosos y crujidos de maderas carcomidas.    

Llamé a María con la voz apocada y ñoña del gamusino que me musarañeaba por dentro, pero se la comió la oscuridad hambrienta del pasillo, donde el mundo había ensordecido bajo un adobe invisible hecho a partes iguales de cerumen y miedo. Mi voz parecía amortiguada, rebotando desde un lugar impreciso dentro de un mal sueño lleno de perros que apagaban la distorsión de sus ladridos contra el muro del vacío. Tomé aire y volví a llamarla, pero solo un balbuceo osciló azuleando lividez entre las sábanas temblorosas del tendedero. 

¿Quién es? —, contestó María asomando la cabeza desde el cuartucho de la pila, mientras el resto de ella —larguirucha, interminable— permanecía atada al hueco de la escalera por un ramal de esparto que anudaba en sus entrañas un ahogo renegrido y mohoso. 

No recuerdo haberla visto nunca con ropa que no fuera oscura; como mucho, un mandil a cuadros grises que suavizara el contraste con la palidez de su piel. Rondaba los cincuenta, pero siempre la vi mayor, porque todo a su alrededor la hacía mayor: la vieja y achacosa casa, que la abarcaba y la oprimía con su tosco corsé, apenas remendada desde su construcción a mediados del siglo anterior; los rigurosos y sucesivos lutos que se van contrapeando unos sobre otros en más capas superpuestas de color negro; la soltería que se le había atragantado como uno de esos mantecaos pobres que, por Navidades, las mujeres de Bélmez llevaban a cocer al horno de Juanfelipa2; uno de esos mantecaos regurgitados oprimiéndote la glotis con su mortero arenoso, hasta que el matrimonio con Juan, el Obispo, un viudo de carácter esquinado, parecía haber llegado en el momento oportuno para desatorar su cielo tiznado de grajos y nublados, aunque aquello fuera algo así como un trago largo e impensado de anís seco, cuya quemazón, con el tiempo, terminaría por encallecer todavía más el gaznate y el carácter de María. 

Su mera presencia hacía sentirse intranquilo, tanto a quien la veía por primera vez, como a la mayor parte de quienes nos la encontrábamos a diario. El punzar de su inquisitiva mirada, desde lo alto de su desgalichada figura, remataba unos rasgos poco agraciados y una gesticulación a menudo desairada, con un gesto de asco en la boca muy característico.  

—Conferencia de Granada… me ha dicho mi madre que llaman de un periódico… 

Al escucharme, Miguel, el hijo menor, salió como un resorte de la cocina. Era la habitación más desahogada de la casa, que se abría tras una puerta acristalada de madera a la izquierda del pasillo. La estancia siempre había hecho además las veces de salón comedor, pero en su fogón hacía días que no ardía leña alguna y, en su lugar, un olor a yeso y a cal húmedos lo impregnaba ahora todo. Empotrada tras un cristal —negro clareando sobre grises, casi blanco en los ojos—, la mirada turbadora de aquel rostro que había sido arrancado del suelo quedó de repente erigida como un ídolo profano, quizá sin vocación por perdurar en una especie de hornacina, a modo de improvisada capilla. Con todo lo que había sucedido en el último mes, María tenía que salir hasta el corral para preparar la comida en la hornilla medio improvisada que, cada año, entre las lunas de noviembre y diciembre, se utilizaba para las matanzas. 

—¡Lo que nos faltaba!, ¡los de los periódicos! Anda Miguel y diles que aquí no queremos jaleo.  

La voz del Obispo se oyó detrás de su hijo, áspera, cortante y algo chillona, como la reja de un viejo y desdentado arado romano. Yo intuía su gesto rudo, las cejas espesas y negras dibujando un arco imposible, que casi alcanzaba a esconderse bajo la visera de una gorra de pana desgastada y parda. Por un instante, Miguel parecía alelado, pasándose la mano izquierda de una a otra de sus largas patillas rizadas, pero con la presteza propia del hijo «bienmandao» que siempre era, se volvió hacia su padre y asintió sin mediar palabra. María, entumecida y al borde de un telele provocado por los efluvios de la lejía, permaneció muda en el fondo del pasillo, con la vista perdida en el suelo, secando sus manos en el delantal. Después de que el hijo hubo salido de la casa, se entregó de nuevo a sus menesteres en la caliginosa oquedad de la escalera.             

El tiempo parece no haber pasado. Todo sigue ahí mismo, porque todo está en mí y en los demás, dispuesto a mostrar sus fragmentos aquí y allí: en mí y en ellos; en todos. Con solo ver de nuevo la foto de María que acompaña aquel artículo, regresa escupido desde las sombras, salpicando la memoria con churretes blancos, grises y negros, para que nos hagamos la misma pregunta una y otra vez: ¿de qué color son los recuerdos? 

Ella tiene en la mano una caja oscura, de un negro mate, como el apagado invernal de su pelo de entonces. Era la caja con las fotos que se hicieron a la cara de ‘la Pava’3, justo antes de arrancarla del fogón y colocarla en su espontáneo altar de la pared. ¿Por qué se le pondría aquel nombre… quizá por ese aire de hechizada?… Estoy seguro de que es esa caja, la de las fotos que se estuvieron vendiendo a diez, tal vez a quince pesetas, hasta que alguien -«la autoridad» se decía, recomponiendo el gesto antes de engolar la voz, sin terminar de esclarecer a qué autoridad se referían- mandó pararlo, nada más aparecer la información en Ideal.  

Mucho dinero eran esas diez pesetas para mis seis años sin cumplir, hasta que regresara agosto y fueran las fiestas otra vez, momento en el que lo tendría hasta triplicado y correría a la Bodega4 a por una bolsa de soldados de largos y amarillos fusiles, para que lucieran apostados de rodillas entre los geranios y las petunias, con sus viseras anti sol naciente y su zurrón repleto de granadas a un lado; tres o cuatro miniaturas de plástico apostadas en cada maceta-isla del Pacífico en el balcón-Japón del comedor.  

María se lamentaría de aquella foto durante el resto de su vida, pero fue el periodista quien le pidió que sujetara en sus manos la cajita de cartón duro de poco más de diez por quince centímetros. Se sentía aturdida en mitad de aquella anómala mañana de septiembre que le enredaba las ideas y le anudaba las palabras. Le tomaron, al menos, dos fotos: una delante de la fuente y otra, la que recibió el visto bueno de la redacción, junto a las rosas. Ahora no se podría repetir: los rosales desaparecieron de todas las fuentes de Bélmez de la Moraleda. En su lugar, la sombra engañosa de los falsos pimenteros llenó de curvada incertidumbre la espesura de sus jardines públicos, aunque alguien en el consistorio decidió cortarlos hace unos días. Tal vez no podía soportar esa intranquilidad que provocaba la espesura de sus hojas. En el lugar del vaivén dubitativo de sus ramas, una góndola de madera, maciza y oscura como la paciencia, espera con ansia el abrazo de la hiedra aún por plantar. 

—¿Cómo se os ha podido ocurrir hacer esto?…nos majan, que nos majan…¡ni una foto más! Y ya podéis ir quemando las que estén hechas. 

Cuando el policía llegó, periódico en mano, con las órdenes del alcalde, solo María estaba en la casa. Juan y su hijo Miguel se habían marchado esa mañana, con las bestias de reata, camino de la sierra, y no regresarían hasta la noche. Ella no disimuló su fastidio y ladeó el gesto aún más de lo habitual. A la vez, retiraba la caja negra de las fotos sin dejar de mirar al guardia municipal con los ojos inyectados en sangre y la boca torcida. 

Ahora, yo cierro los ojos y escucho un murmullo de vecinas ahogado por el miedo que proviene de la casa, y que me hace regresar hasta unos días atrás, a la mañana del 24 de agosto de 1971: la mañana siguiente a la aparición. Una montaña de menudos y desechos provenientes de un aserradero de Peal de Becerro ocupa casi la totalidad de la calle Rodríguez Acosta, desde la casa del cura hasta el número cinco, donde no he reparado en que las vecinas entran y salen sin parar. Pienso que, como era costumbre en María, las ha llamado a todas para que le ayuden a espantar esas moscas grandes con reflejos verdosos que tan inevitables son en los veranos de los pueblos, como aborrecidas en los versos de Machado, y que merodeaban, no solo los párpados yertos de los eventuales difuntos, sino también los culos y hasta el mismo centro de los ojos de los mulos y burras que pacían en todas y cada una de las cuadras de Bélmez. Esas moscas asquerosas que siempre terminaban acampando entre platos y sartenes en los entresijos foscos y pringosos de las alacenas. 

Pero el rumoreo de mujeres, que me recuerda a mi madre y su rosario de cada tarde, me lleva a pensar en laboriosas plañideras que se afanan como hormigas en tapar con largos velos de luto la impresión cadavérica del muerto y que, siempre discretas, siempre en voz baja, no paran de discutir sobre cuál es la altura ideal a la que se deben entrelazar las cerúleas manos del finado. 

Logro descifrar el rezo de las comadres —una letanía sobre pimientos fritos, sartenes, lumbres, calenturas malta y manchas en el suelo—, justo en el momento en el que entro a ver esa primera cara. Me sentía observado ante las facciones de aquella cara, que blanqueaban cortantes y definidas en el suelo, delante de los restos de leña de olivo quemados en la peana. Me pusiera donde me pusiera, asomando los remolinos de mi cabeza por entre el corro de vecinas, sabía que esos ojos me estaban mirando con fijeza desde el brillo inquietante que dibujaba su iris. No me asustaba su definición tan inhumana e irreal. Solo me sentía perplejo y confundido, a lo que ayudaba aquel murmurar de mujeres oscilando amenazante en mis oídos como un enorme zurreón5 negro y ruidoso que no parara de revolotearme de una a otra oreja. 

Regreso desconcertado a la montaña de palos sin fin, donde, con cinco años, más bien rezongaba que me decidía a echar una mano a mi padre. Pero para mi fastidio, él no estaba dispuesto a dejar que me escapara a jugar hasta que el último palo no estuviera colocado en la leñera y presto para alimentar el horno de la panadería. En la casa de enfrente, según iban pasando las horas, el «Santo Rostro» sobre el que se habían persignado las primeras mujeres que llegaron, parecía haber perdido el aura de aquella prístina impresión, y su mirada se había torcido hasta llegar a dar verdaderos escalofríos. María, por su parte, no cesaba de proferir un calenturiento e ininteligible siseo. Sentada en un rincón, en una de esas sillas bajas en las que se solían sentar las mujeres para cocinar en la lumbre, con los ojos entornados, miraba sin mirar el perfil redondeado de la efigie, eludiendo su mirada, a la par que un agudo dolor de ida y vuelta intermitía en su muñeca izquierda, recordándole la desesperación de la noche anterior, cuando, febril, frotaba en vano aquel dibujo indeleble que había aparecido en el suelo, justo en el momento anterior a salir gritando despavorida a la calle y que acudiera toda la vecindad. 

Mi madre, ya dispuesta para entrar a ver aquel prodigio que estaba en boca de todos, oyó a una vecina decir que la cara era «igualica» a la del cuadro del Señor de la Vida: el Santo Patrón de Bélmez de la Moraleda. Pero no el que ahora preside el altar lateral de la iglesia, sino el que quemaron en la guerra. Entonces se paró y se dio la vuelta. No recuerda haber vuelto a hacer siquiera el ademán de pisar el umbral de la casa de María.  

Unos días después, Miguel Pereira, harto de encontrar cada tarde a su madre con la misma postura vigilante en la sillita del rincón, tomó una piqueta y la emprendió a golpes contra todas sus preguntas y contra todos sus temores.  Cuando estuvo ya más sereno, se fue en busca de cemento, arena y una paleta. Mientras Sebastián, que era albañil y marido de una prima suya, extendía el mortero en el suelo, Miguel vio por fin la calma en los ojos de la madre, con toda probabilidad porque las fiebres maltas estuvieran remitiendo, aunque también ayudó destruir aquel dislate. 

La tarde noche del jueves, 9 de septiembre, había ido con mis padres y con mi hermano a visitar a mis abuelos en el pueblo de al lado. Recuerdo que a la vuelta nos sorprendió una tormenta que, aunque era más aparatosa que intensa, cuando llegamos a Bélmez todo permanecía a oscuras por un apagón eléctrico. Al subir la cuesta y doblar hacia la calle Rodríguez Acosta, las luces que salían de los focos saltones del Dos Caballos —el sempiterno Dos Caballos furgoneta de mi padre, el mismo coche que, solitario y gris, aparece en varias fotografías de la época, en la calle Rodríguez Acosta, aunque en realidad era de un color azul taubenblau oscuro—, hicieron que la multitud que se agolpaba en la puerta de María se volviera al unísono. Un número de la Guardia Civil se acercó hasta la ventanilla del copiloto y les dio la noticia a mis padres: una cara nueva había aparecido en el cemento aún fresco que tapaba las punzadas furiosas que Miguel había infligido a la primera. Pero no, rectificó: una cara nueva, no; una cara que se asemejaba mucho a la primera había aparecido en el mismo lugar. Aún relampagueaba la tormenta, aunque el estrépito de los truenos se iba alejando por la sierra. Entonces, mi hermano y yo nos encogimos de puro miedo en el asiento trasero del coche, ya no recuerdo si por el ruido de los truenos, si por las revelaciones del agente de la autoridad, o por ambas circunstancias. 

Miro de nuevo aquel primer titular y la palabra «rostro» sigue golpeándome junto al poso confuso que me dejaron los hechos. Yo, que andaba contando los días para que llegara noviembre y poder sentirme un niño mayor cumpliendo seis años, hice un esfuerzo y, apretando los ojos, busqué dentro de mí lo que había visto en aquella cocina hacía unos días. Y, si tapaba mis oídos para espantar el rumor de las mujeres, veía ahora blanquear de nuevo el mentón de aquella figura, adornado por lo que me parecía una perilla; veía su mirada enigmática, intensa, hasta racial, clavada en mis ojos impasibles y crédulos; los ojos de un niño que aún le queda tanto por ver, aunque no vaya con él ni le importe demasiado, o eso pueda parecer. 

Deduzco que el periodista se dejó inducir por el generalizado deseo que pudo darse en un principio, para que en verdad fuera una pintura de Dios y no un garabato del diablo. Pero en esa primera foto en que aparece María en un diario, los ojos se me van a la caja de las fotografías, y en mi recuerdo está el montón de monedas que, junto a algunos billetes, lucían a modo de señuelo junto a la tapa colocada bocarriba; un reclamo para olvidadizos y para quienes descuidaban «la voluntad», que aún hoy es sello de identidad en la casa.  

La imagen de aquella mañana en que, a pesar de las reticencias de Juan el Obispo, vinieron los del Ideal, seguro que terminó por condicionar el tono y el desarrollo del artículo, y quién sabe si no terminó por impregnar con cierta mugre todos los que vendrían después. A partir de ese preciso instante, todo en Bélmez de la Moraleda ocurrió diferente a como debía haber sido. El cariz que tomaron los hechos pareció mudarnos el paladar y el discurrir mismo de nuestra linfa. Hasta la inclinación de los mortecinos rayos del atardecer, amodorrándose en la panza de Cerro Gordo6, nunca fue la misma. Al menos esa impresión daba a nuestros atónitos ojos. 

Notas al pie:

1El Obispo, era el mote que en Bélmez de la Moraleda tenía Juan Pereira Sánchez, marido de María Gómez Cámara, ambos dueños de la casa donde aparecieron las famosas caras.

2Este es el mote de mi familia, que durante décadas fue la propietaria de la panadería que existe frente a la casa de las caras, en el número 6 de la calle de María Gómez Cámara -entonces Rodríguez Acosta-. El porqué de ese mote es bien simple: mi abuelo materno, que se llamaba Juan, era hijo de Felipa Montávez, por lo que lo conocían como Juan el de Felipa, que terminó por ser Juanfelipa. Otra versión muy extendida en mi familia es que al entrar en el establecimiento los clientes llamaban primero a mi abuelo y después a mi bisabuela. Fuera como fuera nosotros en Bélmez somo los Juanfelipa.

3Nombre por el que popularmente se conoce a la segunda cara aparecida, que es la que a día de hoy se conserva en una hornacina de la pared, aunque no se sabe a ciencia cierta a qué obedece dicho apelativo.


4La Bodega, era y sigue siendo la típica tienda que vende de todo: chucherías, bebidas. En un tiempo, incluso fue el único lugar donde se podía comprar la prensa en Bélmez de la Moraleda.

5En muchos pueblos de Jaén, preferentemente en la comarca de Sierra Mágina a la que pertenece Bélmez de la Moraleda, es una forma popular de denominar a los abejorros. Según recoge María Socorro Mármol Bris en su «Expresionario de Mágina», el zurreón (o zurrión) es un escarabajo pelotero, moscardón, juego de mayores especialmente rudo. Cuchicheo: se juega especialmente en los butifuera, y consistía en que una persona se ponía en el centro de un corro con los ojos vendados, la mano derecha lista para agarrar a alguien y la mano izquierda tapando la mejilla derecha. Los del corro zumbaban con la voz imitando el sonido de los moscardones, e intentaban golpear en la cara al del centro mientras este intentaba defenderse y agarrar a quien le golpeaba. Si lo conseguía el retenido tenía que ocupar el centro y recibir los bofetones.

6Cerro situado al oeste del pueblo de Bélmez de la Moraleda, justo delante del macizo de Mágina.

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